domingo, 28 de septiembre de 2014

Caracas no es para gente triste

Es un acto infinito escribir sobre una ciudad que apenas podemos tocar con los ojos, el ejercicio es hacer nuestro el territorio y  llenarlo de significados, en el saco hemos metido olores, ideas y gente, hemos metido al tiempo. A algo debe sabernos el lugar donde dormimos acompasados de pasiones gatunas masoquistas, a algo la sinfonía de fantasmas en las sienes de sus habitantes, los visitadores y los eternos domadores de la danta que María Leonza dejó ir por descuido de sus muslos. Caracas es siempre un poco más. Sus piernas abriéndose sobre las avenidas como par de puentes entre el miedo y la nostalgia. Son las cinco de la tarde y luz invita a amarse, a hacer una película o quedarse mirando las manos extendidas sobre el cielo. Caracas detenida para ser contada.

Yo nací en esta ciudad hace veinte seis años, aún así no puedo decir que soy de acá, cuando escucho a Osuna leyendo sus poemas del Guaire me salta una consonante en el pecho, la ronquera de la voz y la vida sórdida me hace creer por momentos que sí, que esta es mi tierra, pero no. Caracas puñal de boca al suelo, fría de narrar y colmada de amores gratuitos, cuando más cerca estoy más le temo, por eso le huyo y escupo el suelo antes de irme, no se me vaya a olvidar que yo la odio. La noche que empecé hace once años aún no ha terminado, ato claves en el piso, dejo señales debajo de las mesas de los cafés, pauto besos en las estaciones del metro, dejo cenizas en los parques, pretendo sembrarlas, tengo hijos, decido no tenerlos, amo y recuerdo, compro libros, los regalo, rompo la cascara de las paredes y hago formas circulares, lloro y camino, tomo la mano, guardo piezas de colores y canciones, me leen las cartas, me designo por mercurio, me dejo llevar, me callo, grito, invento la soledad y me la pongo en el rostro, alquilo la nación ardiente donde se esconden las cosas simples, río. Regreso. A Caracas siempre regreso con la boca seca y los ojos crecidos, suspiro hondo de terminales y aeropuertos, respiración cortada de brazos y espaldas.

Antes, cuando Caracas era un recuerdo, y las vacaciones la razón de acercamiento, estábamos en paz ella y yo, distantes y de encuentros fortuitos, nuestro único problema era el ruido,  los años que estuve fuera de ella los pase en silencio, como viviendo de puntillas sobre un algodón. El 23 de enero era una fabula, Antimano la infancia de mi padre, Sergio apagando las luces del cuarto de la abuela para que no lo olvidaran, para que nadie nunca olvidara que el enemigo mata, con cara de PM, cara de banquero, cara de “guanábana”. Santiago de León tenía algo que ver con este paisaje, aquí hay una guerra que avanza como un cuerpo inmortal, trasmutado en canto hondo y en disparo a quema ropa, volví de un exilio prestado y entré de nuevo en la guerra.

Cuando nos conocimos de verdad, nos estrellamos como una pared atomizada. Nos juntó un golpe, sangre nos unió, eso y las agallas de la piel cuando se abre para minarse de sol, mucho había que hacer y aprender. Del barrio a la palabra, de las terrazas al desasosiego, del boulevard a la escuela, de la reunión al silencio, del laboratorio a las bibliotecas, de los bares a las camas, de la asamblea al café, de la cocina al hospital, del nacimiento al dolor, del quiebre al ala del Fénix. Nunca nos entendimos bien, cruzamos el umbral de la inocencia y nos volvimos testigos de nuestras vidas en paralelas bipolares, histéricas, tristes. Consumamos una distancia prudente después de habernos roto los huesos y habernos reído multitudinariamente en las plazas públicas y las avenidas. Hicimos un recuerdo, existimos.

Ahora es distinto, y nos queremos. Aprendimos a usarnos en las calles medias, a temer mutuamente nuestras peores costumbres. Ella suele cazar gente en las grandes avenidas, a mi me gusta provocar desastres discursivos y luego ponerme a llorar. A veces ilumina a mis amigos para que sigan creyendo que hacen lo justo, que son útiles a las múltiples causas de la existencia planetaria, los deja pensar tranquilos en los parques, enamorarse. Otras, y últimamente, Caracas nos llueve hasta los ombligos, nos castiga con un reclamo de bruces a las interminables y maquiavélicas esperas del tránsito y la soledad. Al final del día cuando nos cansamos de ser, ella cuelga la noche en un péndulo sobre nuestros ojos para hacer de las suyas, yo me quedo dormida con un párpado alerta por si un día decide irse, nunca más volver.


La culpa de no es de Winston

De pequeña no me dejaban ver casi nunca la tele, hablaban conmigo de las pocas horas que consumía de pantalla en la semana, tras ese aparato negro siempre hubo un monstruo al que llamaban en mi casa, alienación. Años después entendí que mientras la tele me invitaba a admirar a una niña rubia y sometida recordada como Candi Candi, el gobierno les llenaba de plomo el cuerpo a los estudiantes, y las madres trabajaban tres veces más para comer una vez al mes carne roja. Perdoné a mis padre por toda la censura, finalmente y a pesar de todo tenían razón, eran los noventa y no había tintas medias en este país, -la verdad nunca han existido-. Radicalizas la lucha o te vas convirtiendo en cómplice de tus enemigos.

El problema no es individual, acudo a la memoria para que no me lleve el asombro, ni la arrechera, ni la clásica retórica del resentimiento. Hace unos días al llegar a casa encendí la tele, puse Tves, oh sorpresa…realmente nos sorprende? Estaba Wiston Vallenilla haciendo gala del papel de estúpido que asumió interpretar, en una revista mañanera, enlatado de estereotipos, un supermercado chino de lugares comunes y cliché…entonces una respira profundo, hace zapping, sigue haciendo zapping, para intentar comprender de qué mala jugada se trata todo esto, y de cómo en un canal del Estado se empieza a repetir un Rctv metamorfoseado en el espectro radioeléctrico que según la constitución nos pertenece a todos y todas.

La industria del entretenimiento ha pasado años estudiando las maneras más finas, precisas y probadas de atraer al espectador en ese mínimo instante, segundos apenas en que determinamos qué nos gusta y qué no nos gusta, qué vamos a consumir esas noche durante al menos una media hora; si el culo plastideforme de una tipa en plano detalle, o la rima indescifrable y amenazante del periodista del noticiero. Los contenidos que consumimos diariamente no nacen de la nada, sabemos que no son inocentes, nos median, nos filtran el pacer, las definiciones y la voluntad. ¿hay alternativas?, apagamos la tele?, salimos corriendo? Hacemos otra tele? Asumimos que esta es una guerra silenciosa y voraz? Sobre estas preguntas hemos pasado al menos los últimos veinte años de país, ese país que también existe en la boca de quien se ha cansado de babiar la misma publicidad y se cansó de hacer el papel de espectador idiotizado, sobre estas preguntas se han abierto cientos de radios comunitarias, periódicos pagados a duras penas, cientos de horas de programación radial, televisiva, documental; sobre esa pregunta hemos querido desdoblarnos en la certeza de que una revolución también implica otra comunicación, y que no íbamos a esperar años para empezar a colocar la balanza de nuestro lado, recuperamos la calle y también el aparato que nos trajo hasta la idea de accionar frente a la pantalla nuestro imaginario, el que aún estamos inventando.

Entonces, la culpa es de Winston?, la culpa es del gobierno y su nefasta política comunicacional? El problema es que no nos sentimos identificados en esa pantalla, que nuestras luchas, las necesidades comunicativas no aparecen en la tele y eso nos enoja?...si nos quedamos anclados en eso es porque seguimos creyendo que somos gobierno, y que desde ese poder determinamos la construcción de un discurso emancipatorio que apela por la dignidad, la solidaridad y el apego a las formas expresivas más libertarias.


No, la culpa no es de Winston, la culpa no es ni siquiera de este gobierno, ni de su política comunicacional negligente…si pudiéramos salir un poco del letargo en el que estamos sumergidos, si dejáramos de esperar que un partido nos envíe un mensajito de texto o una invitación formal para reclamar lo que como pueblo nos pertenece, entonces no nos estaríamos quejando del imbécil de Winston, ni de Delcy Rodríguez, ni de Nicolás, saldríamos de la sorpresa cómoda y al menos haríamos un comunicado, como sujetos y  sujetas revolucionarios que somos en reclamo a un uso de nuestro espectro radioeléctrico nacional, que en este momento asumimos como secuestrado por la industria cultural de la que llevamos años metiéndole coñazo filosófico, y formación permanente, pero cómo nos cuesta la acción concreta. Y si no como realizadores o comunicadores populares y alternativos, al menos como espectadores críticos…tiene que haber alguien que se atreva a decirles, desde Nicolas para abajo…Acá hay un pueblo que no es pendejo y no se cala más la subvaloración de nuestra inteligencia, acá hay un pueblo creador, hermosamente capaz de generar contenidos que hablen desde nuestros dolores y alegrías, desde nuestras reflexiones más autenticas y ancestrales, acá no existe más pueblo sometido al imaginario de otra clase.

Nosotros y nosotras hemos dado ejemplo de la diversidad amplia y nutrida de nuestras luchas, tanto nos ocupa el pan que llevamos a la boca, como el río que cruza nuestra tierra, tanto nos ocupa el cuerpo como el agua, como el pago justo, como la semilla limpia, tanto nos ocupa el arte como la ciencia, como el plano y el color, y la forma y el discurso; porque de todo esto asumimos ser parte y no testigos. Nada se nos pasa por debajo de la mesa porque ante los potenciales negociadores de nuestras vidas y los de siempre, peleamos con la cara lavada, con la legitimidad que nos ha dado este tiempo, las manos que hemos puesto a la tarea.


Por tanto tenemos el derecho de ajustar cuentas, de seguir colocando la balanza de nuestro lado en todos los terrenos, también en la imaginación. La justicia no cae del cielo ni viene empaquetada, la justicia se construye diariamente y en esa batalla hemos puesto toda la voluntad, la inteligencia, el amor y la creatividad; el silencio o el murmullo sólo sirve para alimentar las fauces del oponente histórico, para darle cancha al despotismo, a la sensación de frustración que invade la conciencia de los que hemos vivido estos últimos quince años aferrados a la creencia de un gobierno-pueblo-país-Chávez, y nos hemos quedado con las últimas tres palabras. Si nos detenemos un poco a mirar todos los elementos nocivos, todas las arrecheras contenidas, los espacios de los que hemos salido apaleados, las atrocidades de las que somos testigos; y si eso nos sirviera para creernos capaces de transformar la realidad desde otro lugar, uno más sincero quizá, más cercano a nuestras prácticas de vida, entonces es probable que la culpa también sea nuestra, y  lo que nos queda por hacer es bastante, suficiente como para saber que es imposible rendirse.