Es un acto
infinito escribir sobre una ciudad que apenas podemos tocar con los ojos, el
ejercicio es hacer nuestro el territorio y
llenarlo de significados, en el saco hemos metido olores, ideas y gente,
hemos metido al tiempo. A algo debe sabernos el lugar donde dormimos acompasados
de pasiones gatunas masoquistas, a algo la sinfonía de fantasmas en las sienes
de sus habitantes, los visitadores y los eternos domadores de la danta que
María Leonza dejó ir por descuido de sus muslos. Caracas es siempre un poco
más. Sus piernas abriéndose sobre las avenidas como par de puentes entre el
miedo y la nostalgia. Son las cinco de la tarde y luz invita a amarse, a hacer
una película o quedarse mirando las manos extendidas sobre el cielo. Caracas
detenida para ser contada.
Yo nací en
esta ciudad hace veinte seis años, aún así no puedo decir que soy de acá, cuando
escucho a Osuna leyendo sus poemas del Guaire me salta una consonante en el
pecho, la ronquera de la voz y la vida sórdida me hace creer por momentos que
sí, que esta es mi tierra, pero no. Caracas puñal de boca al suelo, fría de
narrar y colmada de amores gratuitos, cuando más cerca estoy más le temo, por
eso le huyo y escupo el suelo antes de irme, no se me vaya a olvidar que yo la
odio. La noche que empecé hace once años aún no ha terminado, ato claves en el
piso, dejo señales debajo de las mesas de los cafés, pauto besos en las
estaciones del metro, dejo cenizas en los parques, pretendo sembrarlas, tengo
hijos, decido no tenerlos, amo y recuerdo, compro libros, los regalo, rompo la
cascara de las paredes y hago formas circulares, lloro y camino, tomo la mano,
guardo piezas de colores y canciones, me leen las cartas, me designo por
mercurio, me dejo llevar, me callo, grito, invento la soledad y me la pongo en
el rostro, alquilo la nación ardiente donde se esconden las cosas simples, río.
Regreso. A Caracas siempre regreso con la boca seca y los ojos crecidos, suspiro
hondo de terminales y aeropuertos, respiración cortada de brazos y espaldas.
Antes, cuando
Caracas era un recuerdo, y las vacaciones la razón de acercamiento, estábamos
en paz ella y yo, distantes y de encuentros fortuitos, nuestro único problema
era el ruido, los años que estuve fuera de
ella los pase en silencio, como viviendo de puntillas sobre un algodón. El 23
de enero era una fabula, Antimano la infancia de mi padre, Sergio apagando las
luces del cuarto de la abuela para que no lo olvidaran, para que nadie nunca
olvidara que el enemigo mata, con cara de PM, cara de banquero, cara de
“guanábana”. Santiago de León tenía algo que ver con este paisaje, aquí hay una
guerra que avanza como un cuerpo inmortal, trasmutado en canto hondo y en
disparo a quema ropa, volví de un exilio prestado y entré de nuevo en la
guerra.
Cuando nos
conocimos de verdad, nos estrellamos como una pared atomizada. Nos juntó un
golpe, sangre nos unió, eso y las agallas de la piel cuando se abre para
minarse de sol, mucho había que hacer y aprender. Del barrio a la palabra, de
las terrazas al desasosiego, del boulevard a la escuela, de la reunión al
silencio, del laboratorio a las bibliotecas, de los bares a las camas, de la
asamblea al café, de la cocina al hospital, del nacimiento al dolor, del
quiebre al ala del Fénix. Nunca nos entendimos bien, cruzamos el umbral de la
inocencia y nos volvimos testigos de nuestras vidas en paralelas bipolares,
histéricas, tristes. Consumamos una distancia prudente después de habernos roto
los huesos y habernos reído multitudinariamente en las plazas públicas y las
avenidas. Hicimos un recuerdo, existimos.
Ahora es
distinto, y nos queremos. Aprendimos a usarnos en las calles medias, a temer
mutuamente nuestras peores costumbres. Ella suele cazar gente en las grandes
avenidas, a mi me gusta provocar desastres discursivos y luego ponerme a
llorar. A veces ilumina a mis amigos para que sigan creyendo que hacen lo
justo, que son útiles a las múltiples causas de la existencia planetaria, los deja
pensar tranquilos en los parques, enamorarse. Otras, y últimamente, Caracas nos
llueve hasta los ombligos, nos castiga con un reclamo de bruces a las
interminables y maquiavélicas esperas del tránsito y la soledad. Al final del
día cuando nos cansamos de ser, ella cuelga la noche en un péndulo sobre
nuestros ojos para hacer de las suyas, yo me quedo dormida con un párpado
alerta por si un día decide irse, nunca más volver.