jueves, 2 de octubre de 2014

Cuando se hizo el silencio (la ley de las culpas)

Si una se queda en silencio o habla bajito, tallando el piso con los ojos, es porque la lágrima te ha pasado por la garganta haciendo nido en el centro del pecho, un agudo que se calma las noches en que puede el amor sostener las puertas abiertas, el cielo en que nos hacemos una isla. 

Si una queda en silencio es porque teme no conservar la calma del deletreo, porque algunas palabras nos colocan en medio, como en calles ciegas con espejos, y debemos mirarnos, debemos declarar algo, seguir diciendo. Quien escucha cuenta entonces para completar el dúo de la sonoridad. Se me ocurre de repente un aire que te mira a los ojos y te dice –habla, el tiempo puede envolverte pero no ahoga-

Si una queda en silencio es porque aún conserva el cuerpo en un terreno primario, brutal, de exilios amplios con la razón…el recuerdo no quiere hacerse palabra, y se configura en imágenes sueltas, en un calor de la piel, en un dolor agudo, el futuro determinándose de un tajo, un árbol caído a metros del suelo, golpe seco.

Tenía 19 años cuando tuve mi única hija, aún no puedo hablar de esos nueve meses sin que se me haga un nudo en la garganta, hay quien dice que es mejor no recordar, otros convertimos los dolores en puntos de abrir luces, en paranuncamás. Habrá un lugar dónde colocar el recuerdo y dejar que ese animal de carne se calme? Los años de ternura que hemos cosechado bajo el agua, donde reconocemos nuestros cuerpos parecidos, las bocas y los ojos, y el cabello que giramos en mismo tono en el aire de las muchas casas donde hemos vivido. Consonantes son las manos con que aprendimos a comer, a gatear, a tomar otras manos. Todo eso es la calma. 

La vida no tiene lecciones, avanza como un cíclope ciego y luego se detiene para que ordenemos de nuevo el camino. Al final del día queda el beso junto que desde el primer día nos dimos en la boca, nosotras…que llevamos dentro un fuego vivo, uno que no nos deja dormir la noche entera, uno que nos ahoga de risa, que nos llora hondo hasta vidas pasadas.

La primera vez que aborté Alma aún era pequeña, y su vida dependía de mis manos, cada paso que aprendimos tenía un signo que cambiamos en formas sonantes. En esos días no quedaba tiempo para casi nada, y sin embargo Alma sostenía el arroyuelo que fue mi cuerpo. 

¿Quién diría entonces que ahora no valdrían los signos ni las señales? Vienen preguntas a mi cabeza…querer o no querer hacen la diferencia de la decisión? Qué es tener un hijo? Y qué es no tenerlo? Esa vez el eco no conmovió los cimientos de mi espíritu, yo fui con el peso de mis brazos a buscar ayuda, encontré varias voces de mujeres que abrazaron mi espalda, y sin embargo el aborto es un acto profundamente individual, no había otro en el cual depositar el miedo, la culpa instaurada desde la abuela. Las mujeres que hemos abortado podríamos hacer memoria y con ella armar cientos de imágenes semejantes, el dolor que te dobla en dos, la sangre tuya que se va, el grito contenido, un brazo que abraza a otro brazo, frío hasta en los huesos, silencio, silencio.

Las pastillas hicieron su efecto, y todo desde lejos se ve tan simple, y sí lo es, los órganos reaccionan a los estímulos, se estremecen y tienen consecuencias. Una no piensa, una es una más. Piensa antes, cuando todo lo que nuestra razón impone nos dice hacer, cuando miramos alrededor y la existencia de la dificultad prela sobre el deseo. Miles son las razones por las cuales una mujer decide abortar, todas son válidas pues es su cuerpo. Ninguna mujer hace fiesta de esta decisión. Cada una tiene una historia que contar, casi siempre nos llenamos de silencio. Consultamos al poder para decidir sobre nuestro cuerpo y esto también está prohibido, si morimos en el proceso entonces la culpa es totalmente nuestra, el poder se lava las manos y pasamos entonces al plano de lo privado.

No es más fácil para una atea abortar, porque la cultura no es sólo los conceptos con lo que nos volteamos el guiro y construimos a modo propio con los años, sino la palabra condenante con que aprendimos a pensar, la culpa a vivir, la necesidad de ser “buenas”, el maniqueísmo de la existencia, la doble moral de una sociedad que miente, que golpea y esconde la piedra.

Podría ayudar que una no piensa que dios va a venir a castigarte, podría no ayudar la idea de la familia heteronormativa que todas tenemos en la cabeza, no importa que el padre sea un tipo cualquiera, la madre una dependiente emocional, y los hijos los vehículos de la carga. Hablamos en términos de condena, de culpables, de castigo…gracias padre nuestro que estás en los cielos, tú cuidaras de los hijos condenados a vivir la miseria de una sociedad desigual, a los que el hambre devorará en menos de tres años, a los que sus padres no podrán enseñarle el tercio color de las luciérnagas y perderán el ritmo de su latido en el olvido de la crueldad, la verdadera, que mata y le quema las narices a los incautos. Este es el mundo que tenemos y el que queremos cambiar, este es el mundo inmerecido donde la magia atisba en algunas palabras dulces, en las multitudes que se defienden de los asesinos, de los curas, de los presidentes, de los banqueros, de los ejércitos, de los sicarios.

La segunda vez, tenía una certeza, descubrirla te coloca en un terreno infinito de liberación, tener un hijo no te ata a una condición, lo que queda por delante es la pulitura de un camino que ni siquiera nos pertenece, un hijo no es un agregado, ni una propiedad, nos necesitamos y luego sólo nos une el amor. Tampoco hubo señales, el deseo con que se gestan los insomnios, ir y venir de la proyección del futuro, las capacidades aprendidas, el miedo a la vuelta atrás, al paranuncamás. Me quedó esta vez la sensación de vacío, la nostalgia de lo que no fue, aún veo niños pequeños en las calles y me conmuevo, pierdo la mirada y no me sentencio; no hablo desde la muerte, sino desde la mejor conciencia de la vida.

Concluyo en que ese silencio, son también nuestras contradicciones, hablar nos da la posibilidad de convertir nuestros aprendizajes en campo para las sinceración de una sociedad. Esa es la revolución, una sociedad que aprende y es capaz de reflexionar, que decide desde la historia de la opresión para transformarla en dignidad. Tuve la suerte de haber crecido en familia feminista, de conocer las alternativas, de creer que mi decisión vale. Otras, miles, han muerto por mala praxis médica, por desconocimiento, por ser condenadas, por mujeres y por pobres. La sordera del Estado no es gratuita, atrás, el poder sigue decidiendo sobre la cama, la casa y el vientre.


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