Haré caso omiso de tu nombre para no herirme. Tendrás
todos los nombres y ninguno. Así como los pájaros que no logramos identificamos en los
árboles, les llamamos a todos por igual, pájaros, eso son en la poca memoria de los que no sabemos de
aves. Uno y todos los hombres. Siempre he pensado que los nombres tienen una especie de hechizo de lo real que me causa
escalofrío. Una asociación con la imagen de un ser de carne inevitable. Hay nombres que he decidido no decir porque toman vida. Me sacuden desde la punta de los pies. Tu huella en su forma será igual a cualquier otra huella. Así lo he querido. No eres
especial. ¿O sí? Eres todos los hombres que he amado (si a esta altura puedo afirmar que eso fue amor) y ninguno. Así, informe,
inmaterial, etéreo, vienes a desplegarte en esta carta. El odio, la ternura y
la mentira, a la vez. Todo ese cliché junto eres. Esta carta, en ese sentido, es
más para mí que para ti. La necesito, he de suponer. No quiero volver a hablar
de esto, me libero, así sea para despagarme de la fábula. Los recuerdos son un
peligro cuando empezamos a darles colores y formas, cuando los acomodamos en el lugar donde quedamos más cómodos, ¿más o menos víctimas? No tienes
rostro. Te he descocido para mirarte dentro, para rearmarte por pedazos y
reconstruir en mí una imagen de ti. Que bueno que no tienes boca, tienes todas
las bocas. Que bueno que no tienes manos, tienes todas las manos. Tu cabeza es ese globo cubierto de piel que da vueltas en mi recuerdo y se aferra al aire inutilmente,
para llegar a ninguna parte.
Yo que anduve sujeta a tu palma esta y otras ciudades. Esta y todas las vidas que he tenido. ¿Debo escribirte sobre mi cuerpo? ¿Debo describirtelo, ahora que ha cambiado? ¿O sobre mi idea de cuerpo? ¿O sólo sobre la idea? No. Debo decirte cualquier cosa que nos salve. Para algo debe servir la distancia. Esta es una narrativa de la sobrevivencia que empuja desde lejos y trae todo. Este es un relato egocéntrico. Deja todo tirado y en desorden en medio de la sala, como un cadáver guindando de una soga al techo.
Yo que anduve sujeta a tu palma esta y otras ciudades. Esta y todas las vidas que he tenido. ¿Debo escribirte sobre mi cuerpo? ¿Debo describirtelo, ahora que ha cambiado? ¿O sobre mi idea de cuerpo? ¿O sólo sobre la idea? No. Debo decirte cualquier cosa que nos salve. Para algo debe servir la distancia. Esta es una narrativa de la sobrevivencia que empuja desde lejos y trae todo. Este es un relato egocéntrico. Deja todo tirado y en desorden en medio de la sala, como un cadáver guindando de una soga al techo.
La primera vez que viniste eras tan alto que
mirar hacia arriba se volvió una de mis mejores virtudes. Puedo confundir
cualquier rostro y el tuyo no puedo olvidarlo. Me he dado cuenta que la mayoría
del tiempo que miro hacia abajo (ahora miro hacia abajo) mientras camino es porque no quiero encontrarme
en la calle con ese rostro. El miedo (esta palabra nos acompañará por mucho en
esta carta). En ese tiempo la ciudad no era mía, desconocía el eco de la noche y
los códigos de los muros húmedos. Una niña crecida en una familia comunista
cambia su vida en un segundo por esa
verdad absoluta y cruda de la ciudad profunda. -el insecto que se quema en el foco de la luz, un hermoso suicidio-. Tú eras la ciudad, eras la virtud, bajo esa
mano y ese paso (los tuyos) la ciudad me era prestada, nada me pasaría.
Cada beso graficó (eso lo entiendo ahora) la mujer que desde entonces fui. Y no
fue por ti. Estoy segura que cada día que pasaba me fui volviendo caderas y boca.
Piernas y abrazos en desbocamiento hacia la pasión descubierta. En tu
cuerpo se hacia el torneo de la felicidad. Todo era posible y
nada se agotaba. No sostuve teoría alguna. Ciega. No escuche reclamo. Lo que me
habitaba, tan animal, cubrió el resto de las palabras, incluso el silencio. Luego
recuerdo mirar la ventana desde ese último piso. El monumento gris que era
nuestra casa. Metáfora de la rotura. Deseaba la muerte, la primera vez que
deseaba la muerte. Dos vecinos en total pensaron lo mismo (pero lo hicieron)
mientras estuve de residente en tu cuerpo-casa-monumento gris. El golpe que
estalló en el suelo dejó los gritos en mis oídos para siempre. Temía perderte
(porque aprendí a amar temiéndote –mío-). El silencio se amplió sobre la casa. La
cocina no era un rincón sexual, no había comida caliente. Sólo silencio. Los
gritos lo habían quebrado todo. Ya no quedaba voz en cuello.
Dos cosas. Una tarde un zamuro se posó sobre la reja de la ventana de la sala. Tú lo viste y el horror se hizo en tu cara. A mi espalda había presagio. Tenía alas del tamaño de mis brazos. No podía zafarse de nuestra vista. No quería quizá. El chillido de un zamuro se parece a un quejido del subsuelo. Viene de otro mundo, uno donde no estábamos nosotros con nuestros cuerpos como armas.
Dos. Ya el silencio se había comido es resto de la casa. Sólo quedaba coserse los labios para evidenciar la protesta. Aprendí a llorar contigo. Eso lo agradezco. Aprendí también del miedo. Te temí. Te odié. Te odié porque te temía. Entendí que la crueldad más violenta e irracional cabe en el concepto de “amor”. Si me gritaste a dos centímetros de la nariz, si me intentaste golpear, es porque me “amabas”. Así entendí el amor, con esa carga horrible. La noche que vi aquella pequeña caja con la ropa, delicadamente doblada, de un bebé; y aquella nota que explicaba el origen, me vacié. La ropa era de un niño, ese niño era tuyo. Su pequeño cuerpo, débil, había estado durante nueve meses dentro de otro cuerpo, el de su madre, que no era yo. Todo empezó por el vientre. Los verdaderos dolores de una mujer nacen del vientre. Si dios existe, colocó en el vientre un disparador que suena hueco cada vez que duele algo. Ese disparador debe estar conectado de alguna manera con los ojos, que se nublan, con las piernas que se resignan a querer solamente el suelo, a la espalda que busca posiciones fetales, ¿buscando salvarse?. El acto del amor (de lo que creí que era el amor) no estaba en mí. Asco. Fue la sensación que mejor aprendí en ese tiempo. Me daba asco la imagen de otro cuerpo bajo tu cuerpo-mío –esa fábula la hice yo, le llamé amor-. El asco repetido.
Dos cosas. Una tarde un zamuro se posó sobre la reja de la ventana de la sala. Tú lo viste y el horror se hizo en tu cara. A mi espalda había presagio. Tenía alas del tamaño de mis brazos. No podía zafarse de nuestra vista. No quería quizá. El chillido de un zamuro se parece a un quejido del subsuelo. Viene de otro mundo, uno donde no estábamos nosotros con nuestros cuerpos como armas.
Dos. Ya el silencio se había comido es resto de la casa. Sólo quedaba coserse los labios para evidenciar la protesta. Aprendí a llorar contigo. Eso lo agradezco. Aprendí también del miedo. Te temí. Te odié. Te odié porque te temía. Entendí que la crueldad más violenta e irracional cabe en el concepto de “amor”. Si me gritaste a dos centímetros de la nariz, si me intentaste golpear, es porque me “amabas”. Así entendí el amor, con esa carga horrible. La noche que vi aquella pequeña caja con la ropa, delicadamente doblada, de un bebé; y aquella nota que explicaba el origen, me vacié. La ropa era de un niño, ese niño era tuyo. Su pequeño cuerpo, débil, había estado durante nueve meses dentro de otro cuerpo, el de su madre, que no era yo. Todo empezó por el vientre. Los verdaderos dolores de una mujer nacen del vientre. Si dios existe, colocó en el vientre un disparador que suena hueco cada vez que duele algo. Ese disparador debe estar conectado de alguna manera con los ojos, que se nublan, con las piernas que se resignan a querer solamente el suelo, a la espalda que busca posiciones fetales, ¿buscando salvarse?. El acto del amor (de lo que creí que era el amor) no estaba en mí. Asco. Fue la sensación que mejor aprendí en ese tiempo. Me daba asco la imagen de otro cuerpo bajo tu cuerpo-mío –esa fábula la hice yo, le llamé amor-. El asco repetido.
Me sentí sola. Porque alrededor de ti estaba
todo. No tenerte implicaba morirme. Tan así era la verdad construida en mi cabeza. Me
quedaba mirando la ventana. Nunca me dio pistas. Enfermiza insistencia de
proyectarme al frente. ¿De verdad te ame? ¿Tan sorprendente era la existencia de
ese niño? ¿De verdad nadie sabía nada? ¿Todos nos hicimos los ingenuos? ¿Incluso el
esposo (padre oficial del niño)? No lo se. Vi su foto después y me pareció tu
rostro con otra mirada. Aun así creí que no era cierto. Autoengaño. Daño. La verdad
era inabarcable. Si me la hubiera tragado se hubiera salido por mis oídos, por mi ombligo, por mi vagina. Me hubiera cubierto toda en un hueco
frío. Nadie quiere el vacío. Preferí no ver hacia abajo. Ya tenía
en el estómago el antecedente del choque.
Te volviste dos en otra parte. Lejos del
monumento gris y las notas de la madre de tu hijo. Esa otra ciudad que
descubrimos, donde llovía en horizontal, nos colocó en la mesura de un juego de
lo prohibido. Tibieza y complicidad. Tú tendiste un abrazo. Yo me hice la
ilusión. Volver de nuevo al monumento
gris. Subí los 21 pisos con un bolso sobre los hombros. Eso fue después de la
segunda ciudad, de los besos desesperados y las miradas de pasillo. Después del
–ven conmigo-, del retrovisor y la despedida.
Abrí la puerta. Estabas dormido boca abajo con los brazos en cruz. Estabas crucificado. En la sábana tu rostro era desconocido. Me senté en una silla. Me quede (un minuto, ¿dos horas?) mirándote. Desconociéndote. El asco de nuevo. La rotura toda. Ese cuerpo no era mío. El cuerpo sobre la silla (el mío) estaba recuperado. Manos, pies, cabeza, senos. Todo era mío como por primera vez. Ese creo fue mi segundo nacimiento. Triste nacimiento. Despertaste. Tomaste el rostro de mi sorpresa y me besaste. Estaba muerta. Ese beso era un hoyo negro. Ahí no había nada vivo. Sobre mí (¡sobre mi cuerpo recuperado!) forzaste el deseo, me desnudaste. Incorporaste todo tu peso y me traspasaste. Cerré los ojos. Y todo me dolía. Ardía en mi pecho. Ahora que había recuperado mi cuerpo, tú lo violaste. Ese cuerpo que habías amado incontables veces. Llanto. Te detuviste. Se detuvo el mundo. Los carros, los tránsitos del aire en la ventana, los vecinos que pensaban en la muerte. Me miraste. -¿quién eres?. –me enamore- dije, -no puedo hacer esto- (el otro que eres tú mismo. huella sobre huella). La rabia del beso. Lloraste. No quería abrazarte porque te desconocía. Un pájaro. Yo había recuperado mi vientre, lo quería sólo para mí. Pediste perdón. Pediste explicaciones. Di detalles de lo inconcluso –la ilusión sembrada en medio de mis senos- (la ciudad donde llueve horizontal). Culpable. Mi primera huida fue un alivio. Sogas del cuello, afuera. A lo lejos. Años después. Tu voz asomó en una estación del tren. Dijo mi nombre. Seguí caminando viendo abajo. Tenia miedo.
Abrí la puerta. Estabas dormido boca abajo con los brazos en cruz. Estabas crucificado. En la sábana tu rostro era desconocido. Me senté en una silla. Me quede (un minuto, ¿dos horas?) mirándote. Desconociéndote. El asco de nuevo. La rotura toda. Ese cuerpo no era mío. El cuerpo sobre la silla (el mío) estaba recuperado. Manos, pies, cabeza, senos. Todo era mío como por primera vez. Ese creo fue mi segundo nacimiento. Triste nacimiento. Despertaste. Tomaste el rostro de mi sorpresa y me besaste. Estaba muerta. Ese beso era un hoyo negro. Ahí no había nada vivo. Sobre mí (¡sobre mi cuerpo recuperado!) forzaste el deseo, me desnudaste. Incorporaste todo tu peso y me traspasaste. Cerré los ojos. Y todo me dolía. Ardía en mi pecho. Ahora que había recuperado mi cuerpo, tú lo violaste. Ese cuerpo que habías amado incontables veces. Llanto. Te detuviste. Se detuvo el mundo. Los carros, los tránsitos del aire en la ventana, los vecinos que pensaban en la muerte. Me miraste. -¿quién eres?. –me enamore- dije, -no puedo hacer esto- (el otro que eres tú mismo. huella sobre huella). La rabia del beso. Lloraste. No quería abrazarte porque te desconocía. Un pájaro. Yo había recuperado mi vientre, lo quería sólo para mí. Pediste perdón. Pediste explicaciones. Di detalles de lo inconcluso –la ilusión sembrada en medio de mis senos- (la ciudad donde llueve horizontal). Culpable. Mi primera huida fue un alivio. Sogas del cuello, afuera. A lo lejos. Años después. Tu voz asomó en una estación del tren. Dijo mi nombre. Seguí caminando viendo abajo. Tenia miedo.

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