“si he
dejado de creer en líderes
si la
dialéctica se pudre en las cabezas de todos ellos
(y en la mía
por supuesto)
si la unidad
es un sofisma
si el
partido deviene tertulia de burócratas y afines
si hasta
aquí me trajo el río
entonces
tendré que contradecir al río
y seguir
aferrada a mis convicciones
aun en
contra de mi pequeñez”
Lydda Franco
Farías
No hablaré en nombre de mi generación, los diálogos del
transcurso del tiempo en los cuerpos, están compuestos de abstracciones tales
como el color, la sombra, y la sensación de una respiración en la nuca. Y sin
embargo, apelo a los duelos y a las texturas que nos hermanan en las fracciones
de historia (esa otra abstracción parecida a círculos o a líneas que van desde
la punta de la cabeza hasta nuestros pies). Nadie dijo que sería fácil partir,
recogerse, mirar en detalle, gritar, totalizar la vida en el derecho a no poner
las dos mejillas. Nadie dijo que colocarse en un lugar de la tierra y
defenderlo a todo cuerpo, a todo corazón, no nos expondría.
Ni hablaré del crimen que en la calle impone la muerte
y la miseria de una clase ajena al sentir y razón de toda vida en justicia, de
todo horizonte posible para nuestros hijos e hijas, ese es cantar de otras
luces, para los soldados del horror nuestro más profundo desprecio, nuestra más
fuerte convicción de lucha. Hablaré en cambio de otro tipo de crimen, al que le
cae el peso unos cuantos años de “militancia” pagada, de “activismo”
ministerial, hablaré para los “militantes” de la Diego Ibarra y el callejón,
para los jalabolas, para los habladores de manual, para los burócratas
“alternativos”, para los hijos de la pantalla, para los mediocres de la idea de
cartón, de la vida de cartón, de los sueños de cartón, para los colaboradores
por omisión, para los corruptos, para los acomodados, para los delatores.
Para ellos la palabra visceral, escupiente, -les hablo en en términos del
asco-
**
La dignidad. Ese el inicio de un lugar desde donde
mirar, para juntar las manos, para existir. En los ochenta mi abuela iba a la
prensa a denunciar la desaparición de sus hijos, el allanamiento de su hogar,
la persecución, el miedo a la muerte de los suyos, y eso seguro no los salvó,
pero en sus once partos cabía entera la palabra –dignidad- y si eso implicaba
ir a todos los rincones del mundo a denunciar la infamia, ella estaría ahí,
ella y su dignidad. Los manuales de “buena conducta revolucionaria” no explican
cómo mantenernos dignos ante el empuje de la miseria, ante la ceguera
generalizada, ante el cinismo, y la estafa; eso se aprende con los golpes del
andar - afuera las manos son posibles porque crean-. Mi abuela era analfabeta,
campesina y cuidadora, hoy sus hijos son comunistas, más por ella que por Marx.
Cuántos años ha tenido este pueblo la cabeza alta,
como Domitila? Y cuántos golpes bajos, látigo de hambre y de explotación ha
soportado con los ojos abiertos?, tiene o no tiene derecho a decir desde su
arrechera cuando sea necesario? Puede o no puede reivindicar la armonía de los pocos
pasos que pudimos ponernos de acuerdo para avanzar? Que tire la primera piedra
quien se comió el cuento del discurso de la “tolerancia” (que invisibiliza,
cubre, silencia), de la palabra en buena lid, de la misa en que se ha
convertido el discurso de lo oficial, de la manera correcta de “decir”, la
colonizada manera de pensar. Todo empezó el día en que creíamos en que realmente
una lucha de clases podía encarnarse en una revolución “pacífica”, en que las
estructuras podridas de la burguesía nos servirían para construir una sociedad nueva.
“Te pego pero dejo que te masturbes”, así suena la
lógica de un poder atornillado de pie en el estancamiento de la eterna
transición, atornillamiento que habla hueco en el oído pasivo del pueblo,
mientras lo saquea en nombre de dios padre, de dios hombre, de dios supremo-hombre.
Ese hombre que llamamos Comandante cabía en caudal de río en nuestras bocas,
porque de él venimos iguales, porque la misma rabia nos unía, la misma
irreverencia; porque ese tipo era de nuestra propia carne, eirukû le dirían los
wayuu (nuestra carne, nuestro clan); ¿y eso acaso nos anuló la cualidad de la
invención, la idea propia, el ingenio en mirada prospectiva de una sociedad distinta?
¿O por el contrario nos permitió abrir puertas, internas puertas del
ajustamiento de nuestra conciencia?
Yo me pregunto si acaso veremos pasar de brazos
cruzados la venta de lo que durante años nos luchamos, a costa del agotamiento,
a costa de la paciencia, a costa de la armadura cotidiana? Y es que acaso
someteremos nuestra arrechera al silencio del miedo a las represalias del
poder?. Me pregunto si entonces habría que colocar un punto en la historia de
un país que ha sido signo de fuego, porque ni quinientos años de colonización
nos han quitado el arrebato de un caribe latiente en las sienes; ¿cuántas veces
más dejaremos que vendan nuestra tierra, el cuerpo y la vitalidad de los que
vendrán? ¿Seguirán trabajando para el rico en medio de una fantasía retórica de
igualdad y justicia?, ¿serán las víctimas de los carteles, de la mafia, de la
corrupción, del inagotable (nunca detenido) saqueo de nuestro estómago, saqueo
de nuestras almas, saqueo de nuestras conciencias? –¿lo seguiremos siendo?. Y
les pregunto, a los defensores de las migas que caen de las mesas de “paz”, ¿le
harán la jugada sucia al poder? ¿Colocarán los nombres del que se arrecha legítimamente
ante la venta de nuestro destino, al otro lado de la acera para justificar la
represión, el hostigamiento? ¿Someterán su palabra a la defensa de lo
indefendible?
El maldito estancamiento de la pasión paridora, el
pacto a ciegas que hicimos nos puso de puños abajo, ¿será que realmente nos quedaremos
en silencio? ¿Y de cuál silencio hablamos? ¿El del miedo, el de la resignación,
el de mediocre y cobarde sincronía con el baile del poder?. Ruido, debe venir
el ruido. Los planetas se hicieron de ruido, los mares en fondo son ruido, los
vientres de las mujeres que aman son de ruido, las revoluciones nacieron del
ruido, de la rabia y de la rebeldía. Los sumisos, los vendidos, los cobardes
que se queden en su nido de voluntad corrompida, en su pataleo de formas
correctas, pisa pasitos.
**
Yo recuerdo haber llorado en medio de una avenida de
esta ciudad, llena de un rojo profundo, sinceramente hermanado con la memoria,
abierto el pecho porque ahí, en ese inmenso aire, espeso de sudor, de herida
reivindicada, había un suelo donde sembrar algo. Del cielo de las testas, del
cielo de la fuerza común, vi caer semillas, vi sujetar la tierra en la
posibilidad de un campo de árboles alzados, rompiendo azul la blancura de la tarde
que Simón soñó traicionado y solo en Santa Marta, y que Aquiles susurraba sobre
su caballo de colores. Yo vi hombres y mujeres- país, yo vi la terca dignidad
sostener una nación expoliada…es así, desde el asco que me causa su silencio,
su comodidad, su cobardía, que yo también les digo que se pueden ir al carajo. Me
quedo con mi dignidad, me quedo con Domitila.
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